LA AUSENCIA DEL ROJO

Lo conoció una noche, la noche inconsciente que cambiaría el resto de su vida. Se llamaba André, tenía 20 años, de apariencia sana y con motivos suficientes para gustarle. Lucía, la de mirada triste y blue jeans. Conoció a André una noche en la que pretendía ser mujer y jugaba a amar.
No fue amor a primera vista, mucho menos buscaba una relación. Era su intento de mostrar que era ella la que controlaba y discernía sobre su vida.

Una gripe fue el primer síntoma de su enfermedad; aún no lo sospechaba. “Es sólo una gripe, no hay de que alarmarse” creyó.

Lucía había conocido ya a Mirko, como decía ella “el amor de su vida”, le escribía poemas y le traía flores, lo que siempre espero. La relación ideal, intentando olvidar la anterior; sí ésa, la imborrable, la que la dejó marcada y aún no sabía como.

Creyeron que su amor era consistente, sólido, lo suficiente para dar el siguiente paso, la expresión del amor en su forma más pura. La fusión de sus cuerpos, en nombre de lo más preciado. Todavía inconscientes de que no era lo único que compartían y que transmitían algo más: el SIDA.

“Te odio” se gritaban, aún sin asimilar lo que la prueba arrojaba, olvidando el amor que antes profesaban. Terminaron, claro. Bastaría con decir que no estaba embarazada, sí; eran los primeros síntomas.

“Te odio Mirko” continuaba repitiendo para sí misma. No recordaba el juego de ser mujer, con aquel chico, el de apariencia sana. Notó que los constantes estornudos y la gripe todavía no curada, el inicio de los dolores en el cuerpo y se dijo: “Te odio Lucía”.

Un análisis fue necesario. La causa: el retraso. Resultado: Sida. Las consecuencias: trágicas.

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